CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Se simulaba la identidad, se fingía la innovación, se acabó el sosiego.

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Llenaban los estudiantes hojas de solicitudes para el nimbo del empleo que no coronaban sus cabezas. Mientras, el profesorado, perturbado por las normas y renglones de publicaciones que tenían que cubrir para cualquier solicitud de transformación académica, se afanaba en buscar revistas de “impacto” donde glosar sus anhelos de investigación. 

La antigüedad en la enseñanza universitaria contemplaba dos principios equidistantes y sincrónicos: las transformaciones del aprendizaje estudiantil y las innovaciones docentes. Pero entre ambas microculturas, coexistiendo, pululaban oleadas de universitarios con sonrisas y rictus que buscaban su identidad al azar por los deambulatorios de aulas y laboratorios. Los estudiantes se calzaban con competencias que ni fluían por la piel de sus destrezas ni tenían el visaje de capacidades. 

Principios de calidad

Las estructuras universitarias ofrecían resistencias al aprendizaje y brindaban menos espontaneidad imaginativa que la propia naturaleza humana. Sentían nostalgia las universidades cuando respondían a principios de calidad y se reafirmaban en el advenimiento de la excelencia para todos los órdenes de la vida universitaria: índices de publicaciones en revistas de impacto, citaciones de investigadores, registros de patentes, percepciones de satisfacción de los miembros de un departamento, polivalencia de las habilidades de los estudiantes para los empleos emergentes. Asuntos que parecían etéreos pero que movilizaban procesos de implicación de la gente, que trataban el liderazgo como la fuerza de una proa de barco para atenerse decididamente en el rumbo de la mejora. 

La cultura de la innovación era fecunda cuando no se enmascaraba con acciones ociosas que restasen saber a la razón y a la libertad del individuo. Las capacidades de innovación de los estudiantes no se declaraban como versos de un poema. No eran solo un juego de ideas en el currículo de una materia. Representan una reconciliación con la naturaleza dinámica de la existencia que tenía su propia métrica. Una realidad que era casi cotidiana en todos los foros de la sociedad: el emprendimiento como forma de valoración de la innovación, un atributo que reflejaba las demandas de la sociedad capitalista, al margen de otras formas de desarrollo intrapersonal y cognitivo o social del individuo. 

El emprendimiento era cosa de envergadura para todos los actores universitarios. Se dilataba el vocablo en la boca y el currículo de materias afines y conceptualmente distantes entre sí. Se escuchaba la locución en talleres y seminarios y los estudiantes la subrayaban en los apuntes. Eso era todo. Luego había que tener suerte en algún examen para espetarla en cualquier apartado. 

En la universidad de deben calibrar las intenciones de emprendimiento. Las experiencias de aprendizaje en las prácticas de las materias y en el practicum de la titulación representan el principio de la hondura y la veracidad de su aprendizaje, el estudiante ahormándose en relaciones con la realidad social y enriquecido por la supervisión docente.

La agitación mental del concepto innovación

El principio de desarrollo intrapersonal de un estudiante estaba ligado a su competencia para la innovación. El estudiante no ejercía su libertad de invención si no estaba motivado. Si no estaba motivado no era proactivo. Se arrumbaba ante las situaciones complejas o difíciles, porque no advertía un destino profesional congruente con el concepto que de sí mismo tenía. La percepción de autoeficacia empresarial parecía más un mito exclusivo de algunas titulaciones  del campo de Ciencias Sociales, sin que hubiera suficientes escalas de valoración que midiera esa construcción hipotética en todos los campos de conocimiento.

Ahora bien, si una innovación representaba creación, la evaluación de una innovación se forjaba dirimiendo declaraciones basadas en construcciones hipotéticas basadas en teorías que caminasen en direcciones meditadas: ¿es lo mismo evaluar una intención innovadora del alumnado que evaluar una intención innovadora de emprendimiento en los estudiantes? La evaluación de las competencias de un estudiante es la forma visible de la universidad española después de los acuerdos de Bolonia. Tan elevados acuerdos después de muchos años de adaptación e implantación y vean el resultado de las tasas de paro juvenil. O hagan el seguimiento de los egresos de cualquier titulación y anoten sus percepciones de las carreras. 

Los aspectos sociales de una innovación se solían improvisar, pero no eran independientes del desarrollo personal de un estudiante, que conocía cómo los sujetos de una unidad empresarial dependían de sí y de los demás. También conocía cómo se articulaban los pensamientos en nuevos conjuntos de acciones que se mezclaban, coordinaban y subordinaban con las acciones de otras personas. Así funcionaba un equipo. Un equipo se determinaba por acuerdos tras debates de comunicación que tenían presencia en reuniones y videoconferencias a distancia. Tenía contornos grupales y pero la fisonomía imperante la marcaba internet. Las redes de trabajo eran tan poderosas que no tenían cortapisas de lenguas ni geografías abruptas. El teletrabajo era la negación del desplazamiento a la oficina, pero también el adiestramiento suficiente para tolerar y afrontar el riesgo de la autonomía y percepción valiosa de sí mismo.

El desarrollo metacognitivo de un estudiante no era una abstracción delirante. Sí, era creación. Como también lo era la argumentación vital o el desafío a las ideas de los demás en los distintos nichos de oportunidades de la actividad humana. Y la universidad era la primera fuente de oportunidad para el dominio de información y el desenvolvimiento del sí mismo. Pero las universidades se fueron enrocando en sus propios sistemas de contratación, sin que entrase aire fresco de profesores de universidades extranjeras que aportaran ideas acuñadas en otras tradiciones culturales. 

La avidez por la cultura de la innovación debía mover a los miembros de la comunidad universitaria a la transferencia de competencias. La transferibilidad hacía que el conocimiento estuviera en permanente proceso de reestructuración, agitando y reemplazando el aire pesado que envolvía el currículo, la docencia o las mismas entrañas de la organización universitaria. Lo sabíamos de carrerilla, como las tablas de multiplicar. La calidad era fundamento para cualquier sociedad que apostase por el desarrollo del capital humano que vigorizaba la igualdad social y la democracia, la inclusión de la diferencia, y la incorporación del talento académico en las titulaciones sin privilegios por razones de género o de otros criterios ilegítimos, ajenos a la ciencia. Lo sabíamos de memoria. Pero los sonidos se desvanecía de tanto poner énfasis ascendentes en la pronunciación de las palabras. 

La avidez cultural de competencias se manifestaba en la vida cotidiana de las aulas universitarias ejercitando el juicio evaluativo. La evaluación no era una flor que brotase únicamente en los meses de junio o septiembre. Cuando se hacía habitual la práctica evaluativa, se ponía en entredicho el conocimiento adquirido. El conocimiento evaluativo o la experticidad evaluativa era un sonido penetrante en el cerebro del estudiante que agitaba todos los estándares de que se dotaba la docencia y el aprendizaje. El juicio informado hacía sostenible la evaluación. Trascendía la inmovilidad del aprendiz pasivo, que ignoraba la existencia de calas y lagunas en su conocimiento, que no practicaba la gimnasia del juicio y que no se comprometía con la luz del discernimiento. 

Se simulaba la identidad de actor universitario, se fingía la innovación en los papeles del currículo, pero la sociedad dictó que se acabó el sosiego.

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Luis Miguel Villar Angulo