¿Albriciado de satisfacción?
Exclamando júbilo, sin estar jubilado, portando cumplidamente la buena noticia de los resultados de su ascenso en el escalafón, un profesor universitario recorría las aulas pródigo de talento y perturbado de ánimo en calculada soledad. Cuando salió a la calle se ensombreció el bienestar recordando el desasosiego atribuido a sus primeras e ineficientes andanzas en la carrera docente.
De resistencias universitarias a la satisfacción
De su estrés inicial, recorriendo la costa interminable de varapalos a su autonomía alcanzaba, albriciado de satisfacción, la mar abierta de un ancho sueño profesional: el más alto nivel jerárquico de la profesión: el rango y la experticidad. Pero mantenía en la mente ideas y sentimientos determinados: ¿creía en su inteligencia?, ¿había colmado sus expectativas?, ¿había orientado sus metas docentes a impactar las percepciones y conductas de sus estudiantes? Preguntas que eran enunciados de investigación que otras eminencias proponían en estudios para conocer algo de su función regulada.
Ahora que su salud se descosía y su motivación se fatigaba por la sobrecarga de tesis y trabajos fin de máster, necesitaba emociones que le ayudaran a conservar su compromiso profesional, el bienestar psicológico y la actuación en clase, antes de quedar quemado por las normas administrativas y las reglas de investigación que le recordaban estrategias de manufacturación de controles interminables.
Había pensado en la retroacción como la mejor forma de revisar su identidad profesional una vez cuajado de tramos de escalafón en la docencia y la investigación para verse en el espejo que le ofrecían los demás. Igualmente había repensado el valor de la satisfacción del estudiante con su materia y curso porque añadía prestigio académico y cierto sentido de eficacia en la tarea de los profesores del curso, y particularmente en la suya que enseñaba materias troncales en los primeros años del grado.
Distinguía la autoeficacia y el autoconcepto como potenciales predictores de la actuación académica de los estudiantes y a ellos se entregaba con cuidado y atención desde el principio de la asignatura semestral para conocer mejor esos estados y formarse un juicio de ellos. De modo nítido recordaba que el autoconcepto y la habilidad académica de los estudiantes variaba en las materias de campos científicos, según la clasificación de los ambientes universitarios de Holland: realistas (ingeniería, entre otras), investigadores (biología o química, por ejemplo), artísticos (arquitectura o lengua y literatura, como casos), sociales (psicología, educación, entre otras), empresariales (administración de empresa, comunicación, etcétera), y otros convencionales (en fin, del tipo de medicina o veterinaria).
No le faltaban conocimientos pedagógicos cuando regía la enseñanza porque sabía que buena parte de la satisfacción de los estudiantes era poder hablar con él fuera de clase y de las horas de tutoría; le habían confesado los estudiantes que cuando estaban en apuro con las actividades de las prácticas de las asignaturas hablaban con ciertos profesores y que ese contacto personal fuera de clase les ayudaba a mejorar su autoconcepto estudiantil.
En su recóndita memoria todavía escuchaba la cansina repetición de agobio por los horarios de clase escaqueados en la semana, los proyectos docentes de múltiples y diferentes asignaturas, tutorías y reuniones de todo género de los profesores asociados que tenían serias barreras administrativas para la promoción y que eran los más insatisfechos con todo de sus colegas.
En esa situación había conocido a varios profesores que habían manifestado en corrillos abandonar la posición académica y dedicarse en exclusiva a su profesión privada que negociaba con otros tipos de valores. A pesar de los esfuerzos de enculturación institucional con los docentes más jóvenes para que aprendieran los modos de pensar y de comportamiento tradicionales del departamento, la colegialidad y la mentoría no eran mecanismos dominantes de socialización del profesorado en el campus universitario.
Los profesores principiantes sabían que el conocimiento de las asignaturas de grado era esencial para ellos que cambiaban anualmente de programación en el plan de organización docente, y que los profesores más expertos les pasaban lecturas y bibliografías, rutinas de apuntes, información en distintos soportes que consumían más tiempo y aumentaban su ansiedad.
La moral personal de aquellos profesores aspirantes a funcionarios les inducía a sobreponerse con firmeza de sus intenciones de abandonar la profesión docente universitaria porque no confiaban que la vida académica los satisficiera internamente. Era una conversación ampliamente debatida en seminarios universitarios de discusión el efecto deprimente que tenía en aquellos profesores la renovación anual de contratos laborales con escasos beneficios internos.
Los años previos a las oposiciones para la consecución de una plaza de funcionario habían sido la prueba más dura de su carrera profesional, y en esto coincidía con los demás colegas: había aprendido rápidamente a desenrollar los valores y la estructura de su área de conocimiento en el conjunto nacional para responder a las expectativas de comisiones que lo iban a valorar siguiendo la historia no contada de una tradición incipiente.
Por entonces, se habían multiplicado los seminarios de perfeccionamiento profesional para diseñar proyectos; se había reducido la carga docente de los aspirantes en los departamentos que respetaban el principio de colegialidad; se había multiplicado la autoría de los artículos para cobijar a investigadores con menos experiencia en las publicaciones; en fin, se había incrementado el número, pero reducida la financiación de las becas para asistir a congresos en los organismos autónomos. Y mientras unos subían apurados los escalones empinados de la profesión otros con el número de registro en los papeles tenían nuevas sensaciones de realización: cumplimiento profesional, autonomía para tomar decisiones y oportunidades de aprendizaje continuo.
Profesión docente tensionada vs. portadora de satisfacción
La personalidad de unos profesores funcionarios y otros aprendices era distinta en las reuniones de los consejos y las juntas. No solo por la conciencia de responsabilidad, la estabilidad emocional, o la cordialidad sino también por la extroversión y la apertura a la experiencia. Aunque la conducta no advirtiera quién era quien, de suyo parecía que los funcionarios tenían más energía cuando se querellaban o aconsejaban, se manifestaban más cooperativos cuando rediseñaban planes de investigación, y aparentaban más calmados cuando había presión institucional.
Claramente, la motivación por ascender en la carrera docente era el mecanismo interior o la fuerza que sostenía y dirigía el comportamiento de los profesores más jóvenes. Algunos mostraban persistentemente que presentaban comunicaciones en congresos, si bien otros, por falta de asesoramiento, exhibían la exclusiva opción activa de viajar a congresos internacionales como asistente, a pesar de las dificultades de la lengua: iban sobrados de interés, atribución de éxito y autoeficacia, y con anteojos puestos en metas de rendimiento. Como si fueran espejuelos, mantenían de forma tácita cómo era todo el cosmos de una institución universitaria: alumnos, clases y materiales.
Cuando las creencias pedagógicas estaban acrisoladas en las mentes de los profesores principiantes había que hacer un verdadero esfuerzo por alumbrarlas porque desconocían el grado en que una creencia epistemológica influía en la eficacia de la enseñanza y en las atribuciones del aprendizaje. Ya había sido causa de debate en una reunión de seminario cómo las creencias de algunos profesores sobre la inteligencia de un grupo de alumnos de un curso había maleado su práctica de enseñanza. Y cómo otros que se creían muy puestos en la enseñanza en línea se ufanaban de muy eficaces y asumían nuevos riesgos tecnológicos, aumentando su satisfacción y compromiso con la práctica docente.
No era de extrañar que las expectativas de unos profesores entregados a la enseñanza hicieran de los estudiantes clientes potenciales de resultados felices o satisfactorios que serían aceptados en cualquier trabajo. El año anterior – había comentado un profesor principiante – los estudiantes de su asignatura se habían quejado de la falta de instalaciones en los seminarios para seguir la enseñanza en línea, y por esta razón atribuían el fracaso de los resultados y las bajas calificaciones. Es más, se quejaban los estudiantes de que mantenidas las insustanciales instalaciones, las calificaciones se aproximarían a la misma curva de fracaso del año pasado. Exponía el profesor principiante que el deficiente control de esa situación le sobrepasaba y que ante la denuncia del hecho presentada en la facultad la respuesta que obtenía siempre era la misma liturgia de la falta de liquidez presupuestaria, empeorando su ánimo y creciendo su malestar.
Callado en su prejubilación y perseverando en su reputada vida académica, el profesor aventaba pesaroso los pajares ansiosos de las reformas universitarias boloñesas y posaba en su sillón la avena de la autonomía, el sentimiento de afiliación, el salario seguro, el gobierno compartido, el robustecimiento decisional y la minoración de la carga docente. Por fin, ¡albricias! había llegado un regalo profesional.
Detrás de la máscara de la cáscara había hallado en sí mismo la cámara de la satisfacción.
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