CU de la US
Luis Miguel Villar Angulo

Liérganes en el valle del Miera

No oía cantar al río Duero ni lo sentía fluir en Tordesillas

Tordesillas. Ayuntamiento

Después de cinco horas de viaje desde Sevilla llegué al Hotel Doña Carmen de Tordesillas (Valladolid), situado junto a una playita del río Duero, en la cabecera del puente de sillería de origen medieval. Una vez acomodado en el hotel, atravesé andando la plataforma del puente de diez ojos con tajamares y apartaderos en la calzada que estaban vallados, como protección – suponía – por el torneo del Toro de la Vega que se había celebrado el 25 de junio. Las aguas del río de colores aceitunados por el reflejo de las hojas de los árboles de la ribera discurrían mansamente, con siluetas de ánsares y cormoranes aprovechando algún azud. El perfil de la villa era inconfundible. Al fondo de la imagen a la izquierda, la torre de base cuadrada de sillería de piedra blanca con campanario, balaustrada, reloj y cupulín de la iglesia de Santa María la mayor de la Asunción había sido torre de vigilancia de las tropas nacionales durante la guerra de la independencia. En el primer plano, conforme subía una cuesta a la derecha aparecían dos palacios unidos que contenían el Tratado de Tordesillas y una Exposición de Maquetas. Al lado de los palacios se ubicaba la iglesia, actual Museo de San Antolín. Allí una estatua del zamorano Hipólito Pérez Calvo (2003) rendía homenaje a la Reina Juana I de Castilla (Juana la Loca) que había muerto en la villa en 1555. El jardín con balconada Parque Infantil del Palacio Doña Juana (que se suponía albergó el palacio donde estuvo recluida la reina) era un mirador para ver la hilada de ojos del puente, las riberas y los círculos alares de medialuna de los vencejos de cola corta de horquilla que cortaban con aleteos lineales incesantes parejas de milanos negros. Desde la Plaza Mayor me dirigí al interior de una nave de la iglesia de Santa María la Mayor de la Asunción construida en arquitectura gótica (s. XVI-XVII) para contemplar el retablo mayor de tres calles presidido en el centro por la Asunción con angelotes y el órgano dorado de estilo barroco. Esa tarde tuve que bajar deprisa desde la Plaza Mayor al hotel porque unas nubes negras rompían goterones contra la calle empedrada que arreciaron pocos minutos después. Me libré del diluvio por segundos. Desayuné por segunda vez en un bar de la Plaza Mayor. A esa hora temprana (9 h), los monumentos de esta zona estaban cerrados, al igual que las tiendas. La plaza estaba libre de camionetas de reparto y de vehículos estacionados. No había turistas visitantes cruzando la Plaza Mayor. Así que me entretuve haciendo fotos de la fachada simétrica del Ayuntamiento y de las calles soportaladas.

Llevadme al silencio entre los muros de Santa Clara

 

Tordesillas. Convento de Santa Clara. Patio Árabe

Estuve esperando a que abrieran la cancela del patio del Real Monasterio de Santa Clara para pasar el control y sacar la entrada de visita del monumento. Los trabajadores llegaron a tiempo y un agente de seguridad descorrió el cerrojo de la cancela a las 10 h. En el patio hice fotos de la fachada del palacio mudéjar donde nació Pedro I esperando que la guía asignada explicara a los visitantes el proceso histórico de construcción del palacio y su transformación en convento de las monjas clarisas allá por 1363. No se podían hacer fotos en el interior del Real Monasterio, salvo en el Patio Árabe con arcos lobulados y de herradura, donde Alfonso XI planificó la toma de Algeciras que desembocó en la victoria de la batalla del río Salado de Tarifa en 1340 contra los benimerines. Aunque había visitado el monasterio con anterioridad, no recordaba las estancias palaciegas y monacales y menos la iglesia. Así que tuve que comprar una guía muy bien escrita e ilustrada para no olvidar los detalles y el sentido de mis observaciones. Atravesé y fotografié el Patio Árabe con muros alicatados restaurados y techumbre de madera de principios del s. XX. Recorrí el Claustro clasicista donde estuvo el patio El Vergel. Luego, me maravillé en la iglesia gótica del Real Monasterio de Santa Clara. Era espectacular, en particular, el presbiterio. Los maderos colocados en el techo que trababan los muros (arrocabe) tenían una decoración de tipo vegetal (ataurique). Las lacerías y los prismas superpuestos (mocárabes) me recordaban la artesanía de los alarifes mudéjares, tan proclives a la decoración geométrica. La Capilla de los Saldaña de sillería de piedra en estilo gótico era un nuevo alarde constructivo. Me deleité mirando la bóveda de crucería con terceletes y las claves con el escudo de la familia. Al margen de la pulcritud de las imágenes de los arcosolios, admiré el retablo que traslucía la mano del miniaturista y pintor borgoñón Nicolas Francés que había trabajado igualmente en el retablo de esta iglesia y en otras obras eclesiásticas leonesas. Luego visité las cuatro salas de los baños, algunas con decoración geométrica y representaciones vegetales y animales, caldeadas por el sistema hipocausto e iluminadas por vanos en forma de estrellas de ocho puntas. Regresé al hotel impresionado por las imágenes del Monasterio de clausura preguntándome por la vida de las pocas monjas clarisas que acompasaban sus rezos a las visitas de los turistas. Al encaminarme por la Cuesta del Empedrado reparé en el escorzo de una estatua de bronce del toro bravo, astifino, de Óscar Alvariño (2003), que iniciaba un movimiento peligroso en la quietud de una rotonda.

Ya olía la galleta derramándose en las tierras holladas

La siguiente jornada fue más corta: Tordesillas-Liérganes (Cantabria). Una tormenta de verano por la zona de Frómista (Palencia) me recordó otras vividas en la región leonesa en épocas pasadas: relámpagos, lluvia incesante y olor a tierra mojada cuando cesaba la tormenta. Ese olor a petricor perfumaba el ambiente y dejaba limpio y nítido el paisaje. Cruzando la autovía que bordeaba Aguilar de Campoo todavía percibía el olor de la naturaleza del petricor con la inconfundible manufactura de las galletas Gullón. Recordaba el nombre de este pueblo a la hora del desayuno y la cena, porque 9 de cada 10 galletas que había comido en otros tiempos procedían de las galleteras aguilarenses. El nudo de Torrelavega (Cantabria) seguía en obras. Los atascos y retenciones en el cruce de la Autovía Cantabria-Meseta (A-67) y Autovía del Cantábrico (A-8) demoraban la conectividad de la Cornisa Cantábrica.

Tiernos prados tibios en las casonas pasiegas

 

Liérganes. Hombre-Pez de Javier Anievas (1976)

De Liérganes conocía la leyenda del Hombre-Pez, encarnación del mito del personaje apodado Francisco de la Vega Casar, desaparecido en la ría de Bilbao y “pescado” en Cádiz, que fray Benito Jerónimo Feijoo lo incluyó en su “Teatro Crítico Universal” entre 1726 y 1739. Hacía cuatro años que no había paseado por el núcleo urbano ni realizado excursiones que tuvieran la villa como centro radial para hacer marchas y excursiones. En este verano de 2022, paseé por su casco antiguo hasta el Puente Mayor de un ojo en forma de arco de piedra, que había realizado el arquitecto Bartolomé de Hermosa e inaugurado en 1606. El puente medieval salvaba el río Miera, que fluía lento por su escaso caudal. En una roca de la ribera se asentaba la escultura de bronce del Hombre Pez posando desnudo, como un mirón en actitud pensativa, obra de Javier Anievas (1976). Allí, junto al Molino de mercadillo de la familia Rubalcaba, olvidado como tal, y reconvertido el inmueble en un centro de interpretación del Hombre Pez, se esparcía un paraje típico. En efecto, era una estampa, que grabadores, pintores, acuarelistas y fotógrafos registraban con variaciones curso arriba y abajo del río para postales y calendarios. Otra estatua moderna de 2005 recordaba de nuevo la leyenda del paisano escamado en un vuelo atlántico en el Paseo del Hombre Pez a orillas de un Miera transparente, que hilaba verdín mirando los plátanos de sombra enlazados que delimitaban ese tramo urbano. En aquel lugar, y más adelante en la calle Mercadillo, se asentaba un mercadillo los domingos y festivos. Me sorprendió el remolque de un tráiler que contenía una zapatería de calzado variado. Otros remolques provisionales y pequeños mostraban estantes con equipamientos domésticos y productos típicos de la tierra, en particular, cajas de frutas y verduras, saquitos de legumbres (como las delicadas alubias verdinas), cestas con panes (como los hechos de harina de maíz, aptos para celiacos), baldas de quesos de leche cruda de cabra, oveja y vaca frisona de distintas curaciones, percheros con chacinas (como el chorizo de ciervo y el salchichón de jabalí) y canastillas con quesadas pasiegas. Aparte, unos enganches con objetos de mercería, muestrarios de ropa y complementos colgados en perchas de parabanes con ruedas aumentaban la vistosidad de la calle a los visitantes. Cuando no había mercadillo daba paseos por la plaza Marqués de Valdecilla. Presidía ese barrio la Casa de los Cañones, nombre que aludía a la antigua fábrica de artillería de cañones de hierro del s. XVI, que tuvo esa localidad, y que más adelante se estableció en el pueblo de La Cavada. Otro testigo industrial era la Presa de la Fábrica de los Cañones en el río Miera, conocido popularmente como la “presa de las monjas”. La poda de más de 140.000 ha de superficie arbolada para conseguir 250.000 t de carbón vegetal para la fundición de 300.000 t de hierro me dio idea de la febril actividad de la industria militar. Ahora la presa servía de esparcimiento juvenil. Paseando por la acera derecha de la CA-162 vi muchachos saltando desde un pilar de la presa a la poza de agua retenida para entretenimiento veraniego. La plaza conservaba casas solariegas con fachadas de sillería de piedra, ventanales con tiras y fajas horizontales molduradas que separaban las plantas de los pisos. En aquellos solares, las casas de abrían con soportales y se identificaban con escudos escultóricos que revelaba la clase social de los habitantes. Algunas, como las Casas de Rañada y Portilla (s. XVII), conservaban un balcón corrido en la primera planta con barrotes de madera. En esos voladizos se esparcían maceteros de geranios, que avivaban con colores el fondo parduzco de las paredes, alternados con plantas suculentas suspendidas, en particular, el cactus colgante de Liérganes. La Casa del Intendente Riaño (s. XVI) mantenía la arquitectura clásica de portón en un arco de medio punto formado por dovelas con tres ventanales fajeados y un tipo de cornisa de piedra de sección convexa (papo de paloma). De esa guisa era también la Casa Langre (s. XVII) que lucía dos escudos de armas. Siguiendo la Ca-260 en dirección a San Roque de Riomiera, dos casonas me llamaron la atención: una era la casa Setién (s. XVI) de estilo renacentista con una ventana plateresca enmarcada por columnas y por encima de ella el escudo de armas de Setién. De la cornisa abrían sus fauces y bocas unas gárgolas zoomorfas y humanas. Siguiendo la acera, vi desde fuera la Ermita del Santo Cristo del Humilladero (s. XVI), que tenía óculo, espadaña con campana y contrafuertes añadidos en el s. XVIII. Junto a ella, una casa de 1716 respondía al tipo de edificio con función consistorial. Cruzando la carretera, la Portalada Casona Cárcova-Rubalcaba (s. XVIII) tenía dos cuerpos, el inferior con un arco de medio punto y el superior de ornamentación barroca. La segunda casona o más bien imponente edificio con sus telas de araña en la reja de la portalada con blasón, daba la sensación de abandono – posiblemente desde la muerte de su propietaria Carmina de Samenadi en 2011 -. Era el Palacio de La Rañada o más propiamente el palacio de Cuesta Mercadillo en honor al hombre que lo mandó construir en el s. XVI. Tenía planta en forma de U recordando los edificios que recogían las rentas señoriales del campesinado, que tenía la oportunidad de asistir a los oficios religiosos atravesando la puerta del exterior del edificio. Desde la portalada se observaba un patio a cielo abierto y en los extremos de las alas una zona se dedicaba a habitaciones y la otra alojaba la capilla con espadaña. Este palacio tenía la consideración de Bien de Interés Cultural desde 1994. Algún día se abriría al público para su deleite, o así lo confiaba. Siguiendo la carretera llegué al pueblo de Rubalcaba y allí vi el rollo heráldico de la Casa de Miera-Rubalcaba (s. XVIII), que era un cubo de sillería donde se distinguía un escudo yelmado con armas pertenecientes a cinco familias. Remataba el cubo una cruz en el centro de un frontón partido. De regreso, subí a una colina para ver el exterior de la iglesia de San Pantaleón, donde destacaba el prisma de una torre adosada al lado oeste de la nave con contrafuertes recordando al estilo gótico. Atravesé el pasadizo apuntado de la torre y observé que la puerta no tenía arquivoltas frente a otra exterior con cimacios orientada al norte. No pude visitar el interior del templo, a mi pesar. Sabía que el 27 de julio era la festividad del santo y que allí se celebraría una misa cantada por la coral polifónica de Liérganes. Pero no pude escucharla. A partir de ese templo un vía crucis de 15 estaciones y 17 cruces de piedra recorría un camino al centro del pueblo. Las vistas desde el altozano eran francas: se dominaba la villa, que mezclaba los bloques modernos de viviendas en torno a la estación de FEVE, junto a casonas con prados amurallados. Desde allí, divisé nítidamente los Picos de Busampiro o Peñas de Rucandio, emparejados, y conocidos popularmente como las tetas de Liérganes (Marimón y Cotillamón). No me atreví a subir a esas montañas, aunque realicé la ruta de la Costera con un grupo de excursionistas de una hora de duración por un camino que pasaba de los 6 m en el llano a los 226 m sobre el nivel del mar en lo más alto. Arriba del altozano se dominaban vastos prados con explotaciones ganaderas de vacas frisonas y rebaños de ovejas pastando mansamente, mientras las tudancas de pelo oscuro y abiertas astas miraban a los curiosos con un aspecto temperamental vivo. Aquella tarde radiante de sol percibí las siluetas de las dos iglesias: San Pantaleón y San Pedro ad Víncula. Este templo era del S. XVII cuando se terminó de construir la sacristía. Únicamente abría los domingos durante la celebración de la misa, a pesar de ser un Bien de Interés Cultural (1994). De apariencia renacentista, cuando traspasé la portada de medio punto enmarcado por pilastras, observé nervaduras en la bóveda de crucería estrellada del presbiterio, propias del gótico. Circulé por las tres naves de la planta de salón hasta reparar en el estado del retablo mayor que conservaba un Cristo crucificado original e iniciaba cierto deterioro en una moldura del ático. La señorita que abrió el templo para su ventilación previa a la celebración de la misa me fue contando las vicisitudes de las restauraciones del templo y la imagen que desfilaba en la Semana Santa. Regresé al casco antiguo y visité la Torre La Giraldilla construida a finales del s. XIX en estilo historicista recubierta parcialmente de cerámica. Era una posada con una torre de tres cuerpos balconados, que contrastaban notablemente con los edificios circundantes. La vida social de Liérganes debía su motor a los balnearios, como el Gran Hotel, rodeado de árboles centenarios (robles, abetos, hayas, abedules, arces, cedros, secuoyas, nogales, fresnos…) o el Hotel Termas, ambos con termalismo social, y a los hotelitos, algunos en edificios de apariencia histórica como la Casona del Arral (s. XVIII) o la Posada La Giraldilla. Probé la comida del restaurante Ojo del Abrego, clasificado nº 1 en Tripadvisor, que tenía un diseño moderno el edificio, tras la rehabilitación de la discoteca Dakota, y una carta variada, incluido el menú del día. Quedé sorprendido por la calidad del producto, en particular, pochas con verdinas y almejas, bonito con tomate y queso blanco con membrillo) y la atención dispensada en un ambiente interior luminoso, una confortable terraza y levísimo ruido. El ábrego, me explicó la propietaria, era un viento húmedo y templado del sudoeste de Portugal que cuando pasaba entre dos montañas formaba una nube que se podía precipitar en forma de lluvia.

Más fuerte que empresario sería la filantropía de Ramón Pelayo de la Torriente

Finca y Museo Marqués de Valdecilla. Casa Blanca

Hice varios periplos desde Liérganes. Escuché a una viajera que le había gustado la Finca y Museo Marqués de Valdecilla, en el Ayuntamiento de Medio Cudeño, que distaba a 16 km por la ruta más rápida desde Liérganes. Y con esa información me fui a visitar el complejo tras franquear una portalada con escudo de armas. Coincidí en el día de zafarrancho de los trabajadores de la jardinería de la finca, que limpiaban las inmediaciones de La Solana, antigua casa de los guardeses. Olía a hierba segada y a flores con gran variedad de fragancias y colores alineadas en los parterres. Me detuve para escuchar el ruido de una fuente original de granito, cerámica policromada y vidriada que disponía de siete esculturas con niños juguetones solazados en una venera, que era obra de Mariano Benlluire de 1928. Ese paseo me gratificó por la visión de cuatro esculturas exentas dedicadas a los continentes y salpicadas en el césped, de los muchos árboles (1.300) de especies autóctonas y exóticas (roble americano, magnolio, tilo, cedro de japón, encina, naranjo…) en el jardín y del horizonte paisajístico con prados de valles pasiegos y colinas. El complejo de 15 ha tenía seis edificios de los siglos XIX y principios del XX. En lo alto de la colina se situaba la Casa Blanca del propietario Don Ramón Pelayo de la Torriente, Marqués de Valdecillo, comprado por el Ayuntamiento en 2003 y convertido en Museo. De esta morada de tres plantas se conservaban piezas originales de mobiliario, fotografías, paneles y una imponente escalera interior. Me impactó un pasillo con camarotes cerrados simulando un barco de vapor. También su despacho con una recreación tecnológica de este indiano insigne, filantrópico, que se enriqueció en la industria y el comercio de la caña de azúcar en Cuba y que regresó a su tierra dejando un amplio legado de obras sociales: varias escuelas, casa consistorial, casa cuartel, iglesia, juzgado o un comedor escolar. Aparte, sufragó la construcción de la Casa de Salud de Valdecilla, hoy conocido como Hospital Universitario Marqués de Valdecilla en Santander (1929). Otros edificios del complejo recordaban casonas montañesas, como la Casuca de la sobrina del Marqués o la Casa de San Rafael con una capilla adosada, decorada con azulejos de cerámica de Talavera, que fue residencia de personas ilustres como Alfonso XIII. Me contó la guía del complejo cómo el Marqués había previsto un depósito verde  para el agua de un manantial con influencia del taller de Eiffel, junto a El Garaje, y radiadores para calentar las estancias de los edificios (que en el centro tenían bandejas para mantener la temperatura de los alimentos) y otros dispositivos que garantizaban el suministro eléctrico. En la parte más baja del jardín, se realizaban actividades formativas en La Cabaña. Cantabria había sido tierra de indianos, algunos filantrópicos y otros comerciantes con turbios negocios esclavistas, que hicieron fortuna en Cuba o México y que luego regresaron a vivir y morir en su tierra. Muchos dejaron su impronta en obras de gran relieve. Recordaba en este momento a Antonio López, Marqués de Comillas por las edificaciones construidas o financiadas de Comillas (Palacio de Sobrellano o Seminario Pontificio de Comillas) que tanto me habían impresionado en otra visita.

Minas de antaño duras que en la mañana los animales crecen

 

Parque de la Naturaleza Cabárceno. Rinoceronte

El segundo recorrido fue por el Parque de la Naturaleza Cabárceno, situado a 9,1 km. Tuve que comprender que no era un zoológico al uso, sino un espacio de 750 ha donde 120 especies de animales de los cinco continentes vivían en régimen de semilibertad. El origen del asentamiento había sido una explotación de hierro al aire libre de gran riqueza metalífera desde época romana. El hierro se extraía del subsuelo con facilidad y se exportaba al País de Gales. Precisamente las ferrerías hidráulicas de la edad moderna proveyeron de mineral de hierro a las fábricas de cañones de Liérganes y La Cabada. Las agujas kársticas eran el paisaje más llamativo del parque, algunas de 20 m de altura, producidas por la disolución del carbonato cálcico de las rocas calizas debido a la acción de aguas ligeramente ácidas en la zona occidental del macizo de Peña Cabarga que estaba formado por nódulos de metal, contados por Plinio en la antigüedad. El desplazamiento por el recinto lo hice en coche aprovechando los caminos, bastante estrechos y en desnivel, de las antiguas minas que sumaban 27 km. Había zonas de estacionamiento de coches para ver de cerca algunos animales: osos, rinocerontes, jirafas, avestruces, alces, cebras, bisontes… Usé las telecabinas de los dos itinerarios de 6 km de longitud y 50 minutos de duración para ver las agujas kársticas, lapiaces y elefantes, usando mascarilla de prevención del COVID. Reconocí que no podía visitar todo el parque, así que con esa muestra me di por satisfecho. Resultó fatigoso seguir las indicaciones de los itinerarios de los caminos y tuve que maniobrar con habilidad al cruzarme con otros vehículos o al dejarlo estacionado en algunos sitios previstos como parkings. Era un espacio multitudinario de personas de ambiente familiar.

Vuelos ciegos de arte en reposo lento de José Luis Santos

 

Palacio de Elsedo. Dña. María de Austria de Alonso Sánchez Coello

Al segundo intento que hice para visitar el Palacio de Elsedo, también conocido como palacio de los Condes de Torre Hermosa, lo encontré abierto. Si la información de internet era cierta, el inmueble construido en 1710 albergaba un Museo de Arte Contemporáneo. Desde fuera divisé un patio al aire libre con esculturas abstractas que me sorprendieron por el contraste con la arquitectura del edificio. Tenía que conocer el interior de esa extraña ubicación museística junto a la carretera de la localidad de Pámanes a 4,4 km del municipio de Liérganes. Traspasé una portalada con arco monumental de medio punto. A la derecha, se abría un pórtico de dos arcos que daba acceso al zaguán. Allí, la encargada cobró el precio de las entrada (6€). Era experta en Historia del Arte e hizo una breve semblanza familiar de los fondos que adquirió José Luis Santos en 1970 y del proceso de restauración para albergar ese inigualable museo. Me costó cierto esfuerzo comprender la distribución de las zonas expositivas porque tenía que recorrer la capilla de cruz latina y subir a plantas de la torre octogonal desde una de las cuales se abría un balcón a la iglesia que me permitió deleitarme contemplando la bóveda de terceletes. Señaló la encargada las seis zonas y doce salas de que constaba el museo, aparte de las esculturas del exterior que tenía obras de Jorge Oteiza, Pablo Serrano, Jesús Otero… Tanto la capilla como la sacristía daban idea de la pluralidad de formas y espacios del palacio, que albergaban arcosolios, esculturas y pinturas (Alonso Sánchez Coello junto a vírgenes de distintos siglos y advocaciones, una piedad y un Cristo románico del s. XII). En un punto, noté cierto ahogo al contemplar cada obra, leer la cartela informativa y fotografiar ambas. A veces pensaba que era un inmenso depósito, poblado generosamente de piezas de distintas texturas y tamaños.  Luego me metí de lleno en los ámbitos del museo en un silencio total. Algunas estancias tenían iluminación directa procedente de la parte posterior del edificio y luz artificial. Había salas diáfanas y otras cerradas de magnífica solería decorada a tramos con esculturas o mobiliario clásico repujado con figuras en relieve (arquillas y bargueños). La zona de Naturaleza muerta, objeto, vida real tenía tres salas con obras de Pancho Cossío, Vázquez Díaz, Cristóbal Toral, Juan Barjola, Zubiaurre, Manuel Viola, Lucio Muñoz, Manuel Ribera o Pablo Serrano). La zona Historia, Memoria y Sociedad ocupaba tres salas con obras de Óscar Domínguez, Dario de Regoyos, Antonio Saura, María Blanchard, Joaquín Sorolla, Daniel Vázquez Díaz, José Gutiérrez Solana, Ignacio Zuloaga, Joan Miró, Gerardo Rueda. Picasso, Manuel Millares o Martín Chirino). La zona Paisaje, Materia, Entorno constaba de tres salas y en ellas colgaban obras de Fernando Zóbel, Joaquín Mir, Pablo Palazuelo, Antonio Tapies, Isidro Nonell o Manuel H. Mompó. Finalmente, la zona Desnudo, Acción, Cuerpo incluía en dos salas obras de Joaquín Sunyer, Jaime Genovar, Modest Cuixart, Rafael Canogar o Baltasar Lobo. Era increíble. No daba crédito a la cantidad y calidad de las obras expuestas. Cuando terminé la visita, me resultó difícil seleccionar qué piezas me habían gustado más. Pero puestos a elegir, puntuaría muy alto el óleo de Dña. María de Austria de Alonso Sánchez Coello, del s. XVI que parecía una obra extraída del ambiente del Museo del Prado. También, las obras de artistas que habían dejado parte de su legado en el Museo de Arte Abstracto de Cuenca (Rafael Canogar, Modest Cuixart, Jorge Oteiza…), en el Museo Internacional de Arte Contemporáneo MIAC de Lanzarote (Óscar Domínguez, Manolo Millares, Joan Miró, Picasso, Antonio Tapies…), o los escultores Jesús Otero cuya obra se encontraba ampliamente representada en el Museo y Fundación Jesús Otero de Santillana del Mar o Baltasar Lobo que contaba con un Museo monográfico de su escultura contemporánea en Zamora. En este sentido, la Fundación Botín de Santander me pareció que tenía un contenido expositivo permanente exiguo, en comparación con el Palacio de Elsedo. Había, además, un detalle importante para un visitante que tuviera una fototeca con recuerdos artísticos, y es que pude fotografiar sin flash toda la exposición. Después de mi experiencia con los edificios históricos que pertenecen a Patrimonio Nacional, encontrar un museo que no ponga trabas a la fotografía me pareció una excepción. La pradera verde y segada posterior a la edificación añadía un ambiente bucólico al paisaje con ovejas pastando y balando al atardecer. Ya en el exterior, me detuve ante la puerta de la Iglesia decorada con esculturas de la virgen en una hornacina junto a dos esculturas religiosas, y una espadaña remataba majestuosamente la portada. El Palacio de Elsedo mereció el reconocimiento de Bien de Interés Cultural en la categoría de Monumento en 1983.

Ya siento la huella del primer estruendo

 

Museo Real Fábrica de Artillería La Cavada. Cañón de 48 libras de avancarga

Una mañana quise conocer el Museo Real Fábrica de Artillería La Cavada en el municipio de Riotuerto a 7,5 km de Liérganes. Saludé a la responsable del museo, procedente de La Linea, que me advirtió que era una guía voluntaria porque la administración del museo corría a cargo de la Asociación Amigos del Museo de las Reales Fábricas de Artillería de La Cavada. Con disposición relató la transición de la gestión de la fábrica de anclas y cañones de empresarios flamencos – Juan Curcio y Jorge de Bande – hasta que se hizo responsable el estado en tiempos de Carlos III, que lo recordaba una de las puertas de entrada al recinto y pueblo – “Carlos III Rey. Año de 1784”-, como si fuera uno de los vanos (con un frontón añadido) de la Puerta de Alcalá de Sabatini. Para entonces, La Cavada disponía de un recinto amurallado que llegó a contener cuatro altos hornos de reverbero que separaba la combustión del carbón de leña de los bosques de la zona de la pudelación del hierro procedente del Valle de Somorrostro (Vizcaya). Aparte, existían talleres para realizar labores de carboneo, hornos pequeños, fraguas, máquinas hidráulicas, almacenes y viviendas. Fuera de la muralla existían otros apoyos industriales, como la presa de Liérbana, citada anteriormente. La guía mencionó un asunto que cobraba relevancia crítica en la actualidad internacional de costumbre ecologista, como fue la tala de bosques cántabros y burgaleses para la obtención de carbón de combustión de los hornos. Algunas estadísticas manejadas eran realmente imponentes: 10 millones de árboles talados para obtener 250.000 t de carbón vegetal. Y todo esto para fundir 300.000 t de hierro que fabricaron 26.000 cañones útiles con los que surtieron a barcos de la marina de guerra y puertos y baterías de castillos de América y Filipinas. Los cañones de La Cavada podían pesar en torno a un 25% menos que otros franceses construidos, dato que favorecía el equipamiento de algunos barcos de guerra de varios pisos que iban armados con 140 cañones (por ejemplo, el navío Santísima Trinidad). Los paneles expositivos del Museo seguían un orden de fabricación, desde materias primas, herramientas, balería, escudos, maquetas de altos hornos y barcos completos y en sección, retratos de personajes ilustres, etcétera. La maqueta a tamaño real de un fragmento de la segunda batería del navío San Juan Nepomuceno de 74 cañones de la Armada Española entre 1766 y 1805, apresado en la batalla de Trafalgar, era impactante. Miré con pavor el par de réplicas de cañones expuestos, el espacio reducido por la altura del piso de la batería, la munición, e imaginé un momento de guerra en que se producían las órdenes de disparo, la explosión, el estruendo, el retroceso, el olor de la pólvora quemada y la tos de los marineros producida por el humo. (No me extrañó que la tripulación de los cañones proeles de la segunda batería de a 18 libras, entre otros cañones de ese navío, se amotinaran abandonando el zafarrancho de combate previo a la batalla de Trafalgar para robar las ollas de los oficiales). Un ambiente sencillamente horripilante para toda la tripulación de las cubiertas y de las tropas de marina de cañones. Destacaba en el Museo, según la explicación de la guía, un cañón de 48 libras de avancarga fundido en una pieza y el mayor jamás fabricado, que se utilizaba actualmente el “Día de la Real Fábrica”. En ese momento, me acordaba de la Real Fábrica de Artillería de Sevilla, fundada en 1565 y cuya actividad cesó en 1991, pendiente de que su remodelación ofrezca un museo de características similares o mejoradas al visto en La Cañada.

Santander. Fundación Botín

Detuve el caminar por el valle del Miera que recogía aventadas rutas porque eran muchos los sitios cántabros tibios y salobres y pocos los aljibes con recuerdos sencillos de mi fugaz memoria.

Miscelánea

Río Duero a su paso por Tordesillas

Cruzando el puente. Al fondo, Tordesillas

Tordesillas. Retablo de la Iglesia de Santa María la Mayor

Liérganes. Casa de los Cañones

Liérganes. Puente Mayor

Liérganes. Iglesia de San Pedro ad Víncula

Liérganes. Palacio de La Rañada

Finca y Museo Marqués de Valdecilla. Arcada

Finca y Museo Marqués de Valdecilla. Casa Blanca

Finca y Museo Marqués de Valdecilla. Casa Blanca y fuente de Mariano Benlluire

Finca y Museo Marqués de Valdecilla. Fuente de Mariano Benlluire

Parque de la Naturaleza Cabárceno. Osos

Parque de la Naturaleza Cabárceno. Vista desde teleférico

Vázquez Díaz. Retrato de los hermanos Solana

Zona Paisaje, Materia, Entorno

María Blanchard. Sín título

Francisco Iturrino. La Torera

Réplica de cañones del navío San Juan Nepomuceno

Maqueta para la construcción de cañones

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Luis Miguel Villar Angulo