Vestía muceta de terciopelo negro y abotonadura del mismo color .
(Por la entrada del salón de grados, con pasos deslizantes, avanzaba el nuevo R.M. Vestía muceta de terciopelo negro, abotonadura del mismo color y un birrete inclinado que movía la borla. Llevaba una toga de manto amplio y largo hecha de alpaca con esclavinas de terciopelo negro. Tenía una cara arrebatada con fina barba y mostacho que asomaba por encima del traje negro con pajarita blanca que igualaba en color a los guantes de punto. La bocamanga bordada de la toga de color encarnado avisaba que R.M. iba a tomar posesión de su nuevo cargo. Cuidaba en su paseo los encajes y se humedecía los labios al tiempo que sonreía).
Tenía R.M. un cierto interés autobiográfico. Algunos tertulianos postmodernos le aconsejaban enhebrar recuerdos de su carrera profesional y académica como historias de vida. Ahora, en la adultez, escuchando el silencio interior de sus largos sesenta, guardaba arrestos de sinceridad para narrar las esencias de su nueva experiencia académica. Quería dar un nuevo paso en su vida: la etapa del liderazgo. Anteriormente, había dedicado tiempo a descubrir soluciones que funcionaban en empresas privadas. Y había recibido la aprobación externa de fundaciones culturales averiguando respuestas que desagraviaban a la ciudadanía de impuestos onerosos.
Ahora, en este mandato rectoral, pretendía explorar cómo funcionaba el desarrollo educativo y económico de las universidades en un mundo globalizado, y cuáles eran las diferencias entre los estudiantes españoles y los de otras economías mundiales. Pensaba que podría emplear métodos descriptivos, comparativos y prescriptivos como había hecho en el mundo empresarial donde habían funcionado bien. Su nuevo rol le exigía manejar muchos datos sobre administración, economía financiera, matriculaciones, sistema de grados e internacionalización de estudiantes para dar cumplida cuenta a políticos e investigadores comparativistas.
A unos colegas para arrojar luz sobre el significado de la centralización y descentralización del modelo de gobernanza dentro de la institución universitaria. A otros compañeros de corporación, para conformar una estructura de roles universitarios que facilitara la maniobrabilidad de sus cambios de rumbo, rompiera barreras para representar la excelencia y no se distanciara del crecimiento de las universidades europeas.
Los corporativistas, convencidos de la Europa boloñesa, apostaban por el isomorfismo empresarial que tenía un cuerpo decisional de miembros internos y externos. Bajo esa fórmula se daba mayor autoridad a los poderes internos de los claustros y juntas de gobierno que a los consejos sociales. Había contemplado con preocupación manifestaciones callejeras de los estudiantes por las subidas de las matriculaciones y las escasas dotaciones de becas y bolsas de estudio. Recapacitaba con temor ante el criticismo creciente de claustrales por la multiplicación de contrataciones e interinidades con emolumentos precarios que acrecentaba la inseguridad laboral y profesional del personal docente e investigador (PDI). En menor grado, rehusaba las misivas de los sindicatos por sus arriesgadas propuestas laborales.
Vestía muceta de terciopelo negro y abotonadura del mismo color y conocía que los atributos del equipamiento le daban autoridad formal pero su poder se hallaba limitado por la organización interna de la vetusta institución universitaria y una jurisdicción autonómica llena de visos políticos. Este acoplamiento organizativo limitado arriba-abajo complicaba cualquier esfuerzo en la gestión de ideas y recursos. Observaba que la universidad carecía de autonomía financiera y esa dependencia política constreñía la dirección que visionaba para su misión. Notaba que la estructura de gobierno estaba legitimada por estatutos que marcaban procedimientos que le iban a restar autoridad. Por otra parte, los cambios en los gobiernos autonómicos afectaban la estabilidad de las estructuras de la gobernanza universitaria. Los flujos políticos y financieros intermitentes desordenaban igualmente la longitud de miras de la misión universitaria.
Sabía que los factores externos ensuciaban las puñetas bordadas de la bocamanga por las salutaciones a políticos y autoridades autonómicas y locales de todo el arco ideológico. Entendía, además, que los vuelillos de la bocamanga también se enredaban entre los miembros claustrales que convocaba para los grandes debates. El claustro conservaba miembros afines a su filosofía – más académica-empresarial que de signo político – que mantenía como co-responsables de su gestión, aunque no estaban remunerados siquiera por asistir y participar en las dos o tres sesiones anuales programadas.
Por encima de la muceta de terciopelo negro y abotonadura del mismo color le importaba la transparencia informativa que multiplicaría por todos los canales tecnológicos para que las actividades fueran de dominio público. R.M. había probado anteriormente que la responsabilidad llevaba aparejada un mecanismo de retroacción positiva que estribaba la posición de cualquier rol directivo. La junta de gobierno y las comisiones claustrales tenían poderes formales en asuntos variados. De sus deliberaciones salían planes estratégicos, asignaciones presupuestarias, reformas de grados o la promoción de personal. Estas acciones motivaban activamente a los actores aunque generasen conflictos entre ellos cuando jerarquizaban minuciosamente los procesos y olvidaban la adhesión a las causas acordadas previamente por otros colectivos en distintos foros académicos.
Una de las visiones de R.M. era transformar la cultura de la comunidad universitaria para crear espacios de innovación que entendiera la práctica bajo un nuevo paradigma. Un modelo de contemplación inmediata y directa que veía el cambio más allá del mero aprendizaje instrumental de habilidades. Un punto de vista de auténtica transformación de la conciencia humana. Quería sacudir las mentes de aquellos que hacían prácticas rutinarias. Pretendía dirimir críticamente todas las cuestiones planteadas en los órganos colegiados antes de establecer planes de acción. No parecía un empeño fácil. Era como pelechar antiguos plumajes de actividades invariablemente automáticas o tachar estilos de comunicación habitualmente irrespetuosos con colegas, trabajadores o estudiantes.
Se había reunido el día de la toma de posesión con otros colegas igualmente vestidos con muceta de terciopelo negro y abotonadura del mismo color. Compartían la idea de que los estudiantes completaran los grados, independientemente de la situación económico-social de sus familias. Coincidían en el modelo que ya empezaba a difundirse en universidades de la misma comunidad. De los conceptos de responsabilidad social y eficacia ninguno dudaba. Pero había que operativizar el concepto éxito estudiantil que se diluía por múltiples aristas. Unos rectores acordaban la mejora de las características de los estudiantes. Otros incidían en los estudios previos a la carrera universitaria. Un rector de una universidad privada apostaba por el factor acceso institucional. La mayoría depositaba su confianza en las experiencias dentro del campus universitario.
Uno de los colegas relató al oído a R.M. las razones por las que había dimitido un rector de otra comunidad para que las tuviera presentes: fallos de conducta ética, deficiencias en habilidades interpersonales para comunicarse con miembros de la comunidad, incapacidad para liderar institutos clave de investigación, dificultades para adaptarse a la cultura institucional, incumplimiento de objetivos presupuestarios y limitaciones de la junta de gobierno para acometer la misión institucional del centro.
Ante esas razones, R.M., plisando su muceta de terciopelo negro, respondía para sí con un credo balsámico que el futuro juzgaría: socializaría al nuevo profesorado en una ética de ciudadanía académica. Se comunicaría con el profesorado joven en una suerte de mentoría de ayuda. Dirigiría la institución manteniendo la calidad global y la eficacia del profesorado. Asumiría una correlación positiva entre los gastos globales de enseñanza, los servicios de estudiantes, el apoyo académico y la culminación de grados. Finalmente, resumiría la cultura de la universidad en el conjunto de historias personales satisfactorias que dan cohesión a una comunidad universitaria.
R.M. demudó su cara impulsiva que asomaba por encima del traje negro, recompuso el nudo de su pajarita blanca, recogió los guantes de punto en una mano, y aceptó el desafío…
Luis Miguel Villar Angulo